Dicen
que Ghana es la burbuja de África occidental, entiendo que en
términos de desarrollo económico, infraestructura física o avance
tecnológico. Entiendo también que me lo debo creer, pues sé y
conozco países a su alrededor que están en peores condiciones.
Entiendo
que cuando hablan de avance y progreso no pueden evitar aplicar las
características de las capitales a todo un país, siendo Accra una
de las ciudades de África occidental con mejores infraestructuras:
empresas brasileñas acaban de terminar una autovía que conecta dos
de los principales puntos de acceso a la ciudad, los libaneses
controlan la mayoría de los principales edificios de la ciudad,
aportando a ésta una imagen con lo que se podría llamar mini
rascacielos, restaurantes y viviendas de medio y alto lujo, centros
comerciales, cadenas de supermercados, viviendas y toda una serie de
comodidades que harán la vida del expatriado y empresario local y
extranjero más agradable. Tenemos acceso a Internet en casi todo el
país, redes telefónicas que funcionan increíblemente bien aunque
sí, no tenemos papeleras en la Universidad, ni en la calle ni en los
baños de esta, ni en la ciudad. No reciclamos, aunque he encontrado
empresas que empiezan a hacerlo, y tiramos la basura a las
alcantarillas debajo de casa. ¿De quién es la culpa? ¿Del que tira
o del que no pone un servicio a disposición del que tira?
Entiendo
que para hablar de desarrollo en la infraestructura social hace falta
un poco más de cirugía a corazón abierto. ¿Cómo? No es tan
difícil: si caminas unas calles abajo o arriba del hotel de tres a
cuatro estrellas donde te encuentres, o te alejas unas calles de las
dos o tres avenidas principales, la imagen que se ve está muy lejos
de parecerse a lo que ves dentro en la piscina o el buffet libre del
hotel. La frase que aún tengo en mi cabeza y que no creo que se me
vaya a olvidar nunca es la que me dijo mi madre cuando estuvo aquí.
Se acercó a mí y dijo: “Ruth, es que viven con nada”.
Nada.
Qué palabra tan llena y tan vacía al mismo tiempo. La mayoría de
las personas van vestidas, es cierto, no van desnudas, pero ¿cómo?
Con la misma ropa toda la semana, o rota, o rasgada de una manera en
la que llevarla y no llevarla es lo mismo; chanclas destrozadas y por
supuesto no de su talla. La mayoría bajo el sol, pasando el día,
andando de un lado para otro, pero a diferencia de Japón, sin ningún
destino fijado, trabajo o encuentro. Caminan, esperan en algún
rincón que les cede la ciudad con sombra ya con mucho suerte, sin
ella, la mayoría de las veces.
Viviendas
construidas con hojas de palmera, cartones, cajas de cartón, trozos
de hojalata, metal, palos, hierro, cuerda, madera. Trozos de
destrozos. Retales de desechos con los que poder construir una
infraestructura en la que poder estar cuando termina el día. He
visto niños durmiendo en el suelo de una calle sobre cartones sin
miedo a nada. ¿Miedo a qué? ¿a qué les roben? ¿El qué? La vida
es lo único que tienen y cuando duermen, es el único momento donde
no son dueños de su vida; que se la roben si quieren. La abandonan
por unas horas y con suerte, porque dudo que si no comes puedas soñar
por la noche algo o algo bonito, sueñan con otra.
Ves
tanta naturalidad en ellos, seguramente también a causa de nuestra
falta de empatía, que hace falta quedarse quieto unos minutos y
contemplar el paisaje que tienes enfrente para darte cuenta después
de la felicidad que te pueden hasta llegar a transmitir con sus
sonrisas, la situación que vienen es inhumana. “Ruth, cómo pueden
dejar que vivan así, cómo lo pueden permitir”, dijo mi madre en
uno de los paseos por el pueblo porteño de Elmina. Quise llevarla a
pasear. Nunca pensé que algo tan normal como caminar por una calle
pudiera ser tan doloroso para ella, tan incómodo y desolador.
Supervivientes
del asfalto, les llamo. Los más suertudos venden cualquier cosa, yo
creo que hasta aire si les dejan. Crean trabajos para poder ganar
unos céntimos: arreglan con sus propias manos agujeros de la
carretera y piden dinero a los conductores por hacerles la vida un
poco más fácil; salen en estampida con ramas de árboles a dirigir
el tráfico en los cruces cuando los semáforos dejan de funcionar;
salen corriendo como los chinos en España a vender parabrisas en
cuanto caen las primeras gotas; piden limosna en cada semáforo sin
alguna de sus extremidades, en sillas de ruedas que apenas se
desplazan; niños que piden y cuando el semáforo se pone en verde, o
por la noche que hay menos tráfico, no pueden evitar jugar al fútbol
entre acera y acera o dar volteretas en un césped lleno de orina y
bolsas de plástico de agua vacías. Todos, sin excepción, sonríen
y aceptan cuando les dices “la próxima vez”.
Pero
Ghana es un país en vías de desarrollo, dicen. El Gobierno actual
ha hecho la educación secundaria gratuita para todo el mundo y
parece que hay que aplaudir la medida. Las clases se encuentran ahora
abarrotadas, no hay suficientes centros, no hay sillas, ni mesas, ni
profesores. Pero sí, ahora nadie puede decir que no tiene acceso a
la educación básica. Si no van, es porque no quieren. Las familias
sienten la obligación de enviar a sus hijos a estudiar pero no hay
dinero que entre en casa. No hay nadie ahora que pueda trabajar para
traer comida al menos una vez al día. Y cuando terminen de estudiar,
¿hay futuro garantizado? Por supuesto era una medida necesaria pero
no está está todo el trabajo hecho. Una medida de esa envergadura
no puede caminar sola, debe ir acompañada de ayuda e infraestructura
social, creación de empleo y por supuesto mejora del sistema
educativo.
Sin
embargo, es cierto. Ghana ofrece muchas oportunidades si eres alguien
que las puede aprovechar. Si tienes dinero, puedes disfrutar de un
país tranquilo, acogedor y en incipiente ebullición. Si tienes
salud, Ghana puede llegar a ser un país cómodo en el que te puedes
llegar a plantear quedarte a vivir unos años, una vida. Si tienes
salud.
Hasta
ahora no he tenido ningún problema. Todas las veces que he tenido
que ir al hospital, afortunadamente para mí al menos, han sido para
acompañar a algún amigo. He visitado hospitales públicos y
privados. He esperado durante horas para que nos atiendan, tanto en
públicos como en privados. Me he sentado en sillas en las que las
hormigas y mosquitos se han hecho mis compañeros de sala. He
esperado en urgencias donde la gente enferma está sentada en sillas
de madera, en camillas más incómodas que el suelo, sin suero,
medicación o profesionales médicos a 100 metros a la redonda. He
esperado durante horas un médico más interesado en la canción del
año o en su wassap que en un pie posiblemente fracturado que
conseguimos apoyar sobre una caja vacía de botellas de agua. Hemos
pagado un derroche de dinero incluso para un occidental en un
hospital privado por el simple hecho de rellenar un formulario y que
te atienda un médico que no te va a recetar nada porque lo suyo es
que empieces con las consultas privadas del especialista la próxima
semana; he visto cómo un ghanés de a pie debe pagar una cantidad
imposible simplemente si quiere ser atendido en la ventanilla del
hospital público. ¿Qué es público? ¿Qué es privado? He estado
un día entero de arriba abajo para encontrar una medicina que no se
encontraba disponible en ningún hospital de la ciudad para acabar
comprándola en el único sitio aparentemente disponible: la farmacia
del hotel más lujoso de Accra.
Donde
hay pobreza, no hay soluciones. Hay negocio. Donde hay pobreza, hay
necesidades. Donde hay pobreza, el sector público y privado no ven
urgencias, ven oportunidades de negocio, ven productiva la creación
de dos mundos paralelos totalmente opuestos entre sí, donde sólo
sobrevive el que tiene dinero y aun así, tampoco es seguro de vida,
pues la opción pública es tan pésima que tampoco es que la privada
sea la mejor, pero a nada que sea un poco mejor, pueden pedir y
cobrar lo que quieran porque siempre será mucho mejor que las
infrahumanas condiciones a la que tienen sometida el 99% de la
población. Pero sí, Ghana es la burbuja de África occidental y
todos intentan comprar lo último del mercado en el Black Friday.
Porque aquí también llega la Navidad. Aquí también creemos que
tenemos que comprar para ser felices. Ellos también tienen derecho a
sentir que avanzan, de una manera u otra, aunque mañana tengan que
esperar seis horas en una sala de espera sin sillas.
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