Siempre decimos que “no nos damos
cuenta de lo que tenemos hasta que lo perdemos”. Normalmente lo aplicamos a las
personas, pero también podríamos o deberíamos aplicarlo a las cosas.
Durante el primero trimestre no
tuve problemas de agua. Alguna vez dejó de ir en la cocina, pero nada fuera de
lo normal. Las pude contar con los dedos de una mano. Cuando llegué a la casa y
la mujer que vino a limpiar me llenó la casa de cubos con agua en la cocina y
en el baño, no entendí nada. Hasta enero no entendí nada. Usaba los cubos para
calentarme el agua para ducharme, pero no porque no hubiera. A mi vuelta de
Navidades lo empecé a entender todo.
Desde enero, el agua apenas ha
llegado al grifo de la cocina. Las puedo contar con los dedos de mi mano, por
lo que siempre he estado fregando con agua que traía del baño en un cubo.
Algunas mañanas, sin tiempo para hacer todo el ritual, dejaba la vajilla en el
fregadero, con la esperanza de tener agua cuando volviera de trabajar. Cuando
volvía no tenía agua, pero sí cientos de hormigas que se habían apoderado de la
cocina. No sé si ya he explicado en algún momento que me da mucha pena matar
hormigas. Que les abro el grifo del fregadero (cuando funcionaba, claro) y en
voz alta les decía “os doy diez minutos”. Me iba de la cocina y en diez
minutos, ellas muy obedientes habían desaparecido por uno de los miles agujeros
entre las paredes y las puertas, fregaderos o ventana.
Hace más de una semana que no
tengo agua en el baño. Hace más de tres semanas que empecé a tener problemas,
pero en algún momento del día volvía el agua y podías volver un poco a la
normalidad. Esta semana no ha vuelto en ningún momento e incluso los grifos que
hay en el jardín o detrás de la cocina del restaurante dentro de las
inmediaciones, han dejado de funcionar.
Me dieron un teléfono de la
persona encargada de todo el sistema de cañerías en la Universidad. Llamé pero debo decir que no me enfadé ni
protesté. Simplemente informé de lo sucedido y durante la semana he ido
preguntándole cómo iba todo. Aquí, dicen, que si no te enfadas, no consigues
que las cosas funcionen. Yo esta semana estaba muy cansada con el cambio de
estación, agotada con la menstruación y reflexionando sobre todas las personas
que viven sin agua, que viajan durante meses andando o en pésimas condiciones
para entrar en Europa, sin baños, sin agua, sin higiene.
Mientras llevaba un cubo tras
otro para llenar mis cubos en casa y poder tener agua para al menos una
cisterna y una ducha, pensaba en todas estas personas, mujeres sobre todo, y su
impotencia o resignación ante una situación así.
Si me piden de elegir entre estar
sin luz, que alguna vez aquí ya he estado, o sin agua, creo que prefiero estar
sin luz. Si te organizas, el sol te da muchas horas de luz para poder trabajar
y moverte. Si me dejan elegir, elijo el agua. El problema es que no se puede
elegir.
Hace dos años el gobierno decidió
e informó oficialmente que iba a cortar la luz durante 24 horas y al día
siguiente 12 horas. Lo hizo durante más de año y medio y la gente no dijo nada.
No protestó, no salió a la calle, no montó en cólera. Año y media con la luz
cortada un día entero, medio día, un día entero, medio día, así un año y medio.
Cuando me lo contaron, no podía
creer que la gente no saliera a la calle a reclamar por un derecho que es
obligatorio. Un derecho que al parecer sí que mantuvieron a las empresas, casas
de políticos y empresas y casas de empresarios y expatriados en Ghana. Si con
eso no habían salido a la calle, definitivamente los ghaneses eran pacíficos y
conformistas. Yo esta semana no he protestado, es verdad que creo que soy
bastante conformista, que muchas veces me adapto más de lo que debería sin
preguntarme si puedo hacer algo para cambiar la situación.
Sin embargo, estas semanas creo
que no he protestado por la misma razón que creo que los ghaneses no
protestaron en su momento con la luz: cuando el calor te impide levantarte,
cuando por fin te levantas y estás más cansado que cuando te acostaste y salir
a la calle es todo un trabajo y hasta decides no ir a hacer algo que queda
cerca de tu casa del calor que hace; cuando tienes que coger un trotro para ir
al trabajo y puedes tardar horas dependiendo del tráfico, sin aire
acondicionado y las subidas y bajadas para que la gente que está al lado tuyo
se baje en su parada antes que tú; cuando te baja la regla y no tienes tensión
ni fuerza para poder moverte; cuando tienes que cuidar de tus hijos, trabajar
día y noche para sacar unos míseros cedis que sólo te dan para sobrevivir hoy,
entonces no te quedan fuerzas para protestar, para defender tus derechos.
Esta semana he sacado la fuerza
necesaria para poder ir a trabajar. Punto. No he podido con nada más. El ruido
de la cisterna del baño llenándose de agua me ha hecho la mujer más feliz del
mundo.
Me vino a la memoria los
recuerdos de un niño saharaui que estuvo un verano en uno de los campos cerca
del mío. Su cara de emoción la primera vez que vio una piscina creo que puede
estar al nivel de mi cara cuando he visto esta semana el agua correr por el
grifo de la cocina de abajo.
Cuando estamos lejos de nuestra
zona de confort y algo negativo ocurre, realmente vemos qué solos estamos y qué
lejos están los nuestros y nuestras comodidades. Nuestra perspectiva cambia,
nuestras prioridades son otras, la felicidad la encontramos en cosas que nunca
habríamos dicho que pudiera estar.
No me enfado, no cambio esto por
nada. Todo sirve para hacer más consciente la realidad, el hoy, el ahora. Yo
aquí ya me he sorprendido a mí misma decir “hoy ya está. Mañana ya veremos”.
Pienso y envío fuerza y energía a
las personas que no tienen agua, a las personas que se desplazan descalzos de
confort, para llegar a un sitio mejor con todas las calamidades que pasan
durante todo ese tiempo, porque el agua para ellos ya incluso ha dejado de ser
importante teniendo en cuenta todos los riesgos que corren; a las mujeres que
pueden con esto y con mucho más, sea el día que sea y tengan la fuerza que
tengan.
Cuando el pasado diciembre fui al
fuerte de Elmina, al suroeste de Ghana, uno de los puntos en el país desde
donde salían los esclavos rumbo a las Américas, hubo un olor que se me quedó
grabado en la mente y que esta semana me ha vuelto a venir a mi memoria: la
mazmorra de las mujeres donde durante meses carecían de agua, baños o cualquier
tipo de higiene. La piedra olía a sangre de mujer, a hierro, a vida que cada
mes se filtraba en un suelo que todavía mantiene el olor y el recuerdo de ese
infierno. Eso es no tener agua, ni zona de confort, ni nada. Eso es no tener
derechos. No tener vida.
Por ellas, limpié ayer toda la
casa y lavé la ropa bajando a por agua a la calle más de veinte veces. Por
ellas, no me siento con derecho a quejarme. Que todo sea esto, digo aquí mucho.
Que todo sea esto. Por ellas.
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