sábado, 25 de marzo de 2017

POR ELLAS

Siempre decimos que “no nos damos cuenta de lo que tenemos hasta que lo perdemos”. Normalmente lo aplicamos a las personas, pero también podríamos o deberíamos aplicarlo a las cosas.

Durante el primero trimestre no tuve problemas de agua. Alguna vez dejó de ir en la cocina, pero nada fuera de lo normal. Las pude contar con los dedos de una mano. Cuando llegué a la casa y la mujer que vino a limpiar me llenó la casa de cubos con agua en la cocina y en el baño, no entendí nada. Hasta enero no entendí nada. Usaba los cubos para calentarme el agua para ducharme, pero no porque no hubiera. A mi vuelta de Navidades lo empecé a entender todo.

Desde enero, el agua apenas ha llegado al grifo de la cocina. Las puedo contar con los dedos de mi mano, por lo que siempre he estado fregando con agua que traía del baño en un cubo. Algunas mañanas, sin tiempo para hacer todo el ritual, dejaba la vajilla en el fregadero, con la esperanza de tener agua cuando volviera de trabajar. Cuando volvía no tenía agua, pero sí cientos de hormigas que se habían apoderado de la cocina. No sé si ya he explicado en algún momento que me da mucha pena matar hormigas. Que les abro el grifo del fregadero (cuando funcionaba, claro) y en voz alta les decía “os doy diez minutos”. Me iba de la cocina y en diez minutos, ellas muy obedientes habían desaparecido por uno de los miles agujeros entre las paredes y las puertas, fregaderos o ventana.

Hace más de una semana que no tengo agua en el baño. Hace más de tres semanas que empecé a tener problemas, pero en algún momento del día volvía el agua y podías volver un poco a la normalidad. Esta semana no ha vuelto en ningún momento e incluso los grifos que hay en el jardín o detrás de la cocina del restaurante dentro de las inmediaciones, han dejado de funcionar.

Me dieron un teléfono de la persona encargada de todo el sistema de cañerías en la Universidad.  Llamé pero debo decir que no me enfadé ni protesté. Simplemente informé de lo sucedido y durante la semana he ido preguntándole cómo iba todo. Aquí, dicen, que si no te enfadas, no consigues que las cosas funcionen. Yo esta semana estaba muy cansada con el cambio de estación, agotada con la menstruación y reflexionando sobre todas las personas que viven sin agua, que viajan durante meses andando o en pésimas condiciones para entrar en Europa, sin baños, sin agua, sin higiene.

Mientras llevaba un cubo tras otro para llenar mis cubos en casa y poder tener agua para al menos una cisterna y una ducha, pensaba en todas estas personas, mujeres sobre todo, y su impotencia o resignación ante una situación así.

Si me piden de elegir entre estar sin luz, que alguna vez aquí ya he estado, o sin agua, creo que prefiero estar sin luz. Si te organizas, el sol te da muchas horas de luz para poder trabajar y moverte. Si me dejan elegir, elijo el agua. El problema es que no se puede elegir.

Hace dos años el gobierno decidió e informó oficialmente que iba a cortar la luz durante 24 horas y al día siguiente 12 horas. Lo hizo durante más de año y medio y la gente no dijo nada. No protestó, no salió a la calle, no montó en cólera. Año y media con la luz cortada un día entero, medio día, un día entero, medio día, así un año y medio.

Cuando me lo contaron, no podía creer que la gente no saliera a la calle a reclamar por un derecho que es obligatorio. Un derecho que al parecer sí que mantuvieron a las empresas, casas de políticos y empresas y casas de empresarios y expatriados en Ghana. Si con eso no habían salido a la calle, definitivamente los ghaneses eran pacíficos y conformistas. Yo esta semana no he protestado, es verdad que creo que soy bastante conformista, que muchas veces me adapto más de lo que debería sin preguntarme si puedo hacer algo para cambiar la situación.

Sin embargo, estas semanas creo que no he protestado por la misma razón que creo que los ghaneses no protestaron en su momento con la luz: cuando el calor te impide levantarte, cuando por fin te levantas y estás más cansado que cuando te acostaste y salir a la calle es todo un trabajo y hasta decides no ir a hacer algo que queda cerca de tu casa del calor que hace; cuando tienes que coger un trotro para ir al trabajo y puedes tardar horas dependiendo del tráfico, sin aire acondicionado y las subidas y bajadas para que la gente que está al lado tuyo se baje en su parada antes que tú; cuando te baja la regla y no tienes tensión ni fuerza para poder moverte; cuando tienes que cuidar de tus hijos, trabajar día y noche para sacar unos míseros cedis que sólo te dan para sobrevivir hoy, entonces no te quedan fuerzas para protestar, para defender tus derechos.

Esta semana he sacado la fuerza necesaria para poder ir a trabajar. Punto. No he podido con nada más. El ruido de la cisterna del baño llenándose de agua me ha hecho la mujer más feliz del mundo.

Me vino a la memoria los recuerdos de un niño saharaui que estuvo un verano en uno de los campos cerca del mío. Su cara de emoción la primera vez que vio una piscina creo que puede estar al nivel de mi cara cuando he visto esta semana el agua correr por el grifo de la cocina de abajo.

Cuando estamos lejos de nuestra zona de confort y algo negativo ocurre, realmente vemos qué solos estamos y qué lejos están los nuestros y nuestras comodidades. Nuestra perspectiva cambia, nuestras prioridades son otras, la felicidad la encontramos en cosas que nunca habríamos dicho que pudiera estar.

No me enfado, no cambio esto por nada. Todo sirve para hacer más consciente la realidad, el hoy, el ahora. Yo aquí ya me he sorprendido a mí misma decir “hoy ya está. Mañana ya veremos”.

Pienso y envío fuerza y energía a las personas que no tienen agua, a las personas que se desplazan descalzos de confort, para llegar a un sitio mejor con todas las calamidades que pasan durante todo ese tiempo, porque el agua para ellos ya incluso ha dejado de ser importante teniendo en cuenta todos los riesgos que corren; a las mujeres que pueden con esto y con mucho más, sea el día que sea y tengan la fuerza que tengan.

Cuando el pasado diciembre fui al fuerte de Elmina, al suroeste de Ghana, uno de los puntos en el país desde donde salían los esclavos rumbo a las Américas, hubo un olor que se me quedó grabado en la mente y que esta semana me ha vuelto a venir a mi memoria: la mazmorra de las mujeres donde durante meses carecían de agua, baños o cualquier tipo de higiene. La piedra olía a sangre de mujer, a hierro, a vida que cada mes se filtraba en un suelo que todavía mantiene el olor y el recuerdo de ese infierno. Eso es no tener agua, ni zona de confort, ni nada. Eso es no tener derechos. No tener vida.

Por ellas, limpié ayer toda la casa y lavé la ropa bajando a por agua a la calle más de veinte veces. Por ellas, no me siento con derecho a quejarme. Que todo sea esto, digo aquí mucho. Que todo sea esto. Por ellas.

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