domingo, 19 de febrero de 2017

AKWAABA DA


Hola a tod@s,

Cuando empecé a escribir esta entrada sólo habían pasado tres semanas desde mi llegada pero ahora ya vamos por el mes después de mis vacaciones en España durante casi un mes. Me habría gustado escribir hace mucho, pero no he tenido tiempo.

Qué fácil habría sido si ya tuviéramos inventado algún invento que nos permitiera transcribir todas las emociones y reflexiones que pasan por tu cabeza y tu corazón cuando vives algo único e irrepetible como por ejemplo una despedida, un encuentro, una vuelta a la rutina dentro de una novedad como puede ser un viaje o una experiencia en el extranjero.

Mi casi mes en España fue muy completo porque me dio tiempo a visitar a toda la familia y a disfrutar de mis amigos, aunque no siempre todo el tiempo que a uno le gustaría.

Los primeros días fueron intensos, con sorpresa de cumpleaños incluida, viaje a Huesca y Valladolid unos días. Las semanas en Elche discurrieron a otro ritmo y pude ver a prácticamente todo el mundo que me había propuesto. Disfruté de desayunos, almuerzos, comidas, meriendas y cenas irrepetibles con amigos, bailes, danza, cine, tardes con la mamma, siestas con mis gatos, comilonas de reyes en casa, playa y muchos más momentos que aproveché al máximo.

Cuando llegué a Madrid desde Accra, tengo que decir que llegué a coger el tren cuando faltaban sólo dos minutos antes de que saliera. La carrera por una Atocha repletita de gente en los andenes de los cercanías, cargada de una maleta de 22 kilos y otra de 10 a la espalda, sin percatarse mi lengua de que estaba en España al no parar de decir “sorry” cada vez que le daba a alguien con uno de mis bultos durante mi carrera contrarreloj, va a ser algo que no voy a olvidar. Al igual que en Ghana, me sobraba toda la ropa y si no llega a ser porque Madrid me recibió con una tarde gris de invierno y no tenía tiempo ni de respirar, me habría quedado en camiseta de manga corta.

Cuando llegué a Alicante, después de unas horas en el tren con una mujercilla de Albacete que me entretuvo mucho y me llenó la tripa de polvorones, me acerqué nerviosa a la puerta de salida. Allí estaba mi madre, sacando la cabeza para poder ver si era yo la que se acercaba o no, con una sonrisa de oreja a oreja y haciéndose hueco para salir a estrujarme. “¿Por qué te vas tan lejos?” Fueron sus palabras mientras lloraba de emoción y supongo que pena.

Cuando llegué a Elche hubo algo que me empezó a inquietar; algo me estaba llamando la atención y no sabía qué era. De repente caí en la cuenta… ¡qué limpio y ordenado me estaba pareciendo todo! Nunca habría dicho que Elche era una ciudad limpia, ordenada, en equilibrio, pero creedme…después de estar en África todo te parece otro mundo. Me llamaron la atención los maceteros en las calles, las aceras con acceso a los carros, los semáforos que funcionan, aunque al igual que en África, los viandantes no respetan.

Mis vacaciones a España me cargaron las pilas de besos, abrazos, mimos, gambas y langostinos y mi maleta, que llegó repleta de regalos para todos lo que pude en este primer viaje, se volvía hasta arriba de lentejas, aceite, pimentón de la vera y latas de mejillones y berberechos.

Recuerdo un día que mi madre me dijo: “tienes que volver ya a África porque sacas ya una cara de aburrida…” y le expliqué que no era aburrimiento sino la sensación de no estar ni aquí ni allí; la imagen de no sentirte en casa cuando estás en tu casa. Y no es porque no haya sentido a la familia, a los amigos cerca, todo lo contrario, o extrañes el colchón o el calor, sino porque creo que estaba en un punto en Ghana en el que me sentía muy muy integrada y de repente (por muchas escalas que haga no me acostumbro a cambiar de paisaje y de olores de la noche a la mañana) te encuentras en tu casa, tu hogar, con tu gente y tus cosas. Elche se me antojó como una maqueta, como si yo realmente no estuviera allí, como si fuera un sueño.

Esa sensación fue cambiando conforme iban pasando los días y a veces, cuando pensaba en África, me parecía que había sido un sueño, algo que había vivido hacía muchísimo tiempo, e incluso a veces me preguntaba si llegaría el día en el que pudiera pensar que habría sido un sueño de verdad y nada de lo que he vivido habría pasado en realidad.

No quería irme, días antes de marcharme ya echaba de menos a todo el mundo, la comida, los abrazos, pero sabía que tenía que irme, sabía que mi sitio estaba un poquito más abajo en el globo. Las despedidas como siempre son dolorosas. Me costó mucho despedirme de mis amigas en una cena que hicimos todas juntas, me costó mucho despedirme de mi gata, que cuando me vio otra vez con la maleta a cuestas se escondió debajo de una silla y no quiso salir a despedirme; me dolió mucho separarme de los hijos de mis amigas, mis sobris, porque cuando los miras te das cuenta de que el tiempo sí que pasa, y que no es como piensas que estás en otra realidad y la realidad de tu mundo se detiene, se queda en pausa hasta que vuelves. Con ellos ves el tiempo que estás fuera, y te duele, sí, te duele no vivirlo con ellos.

Sin embargo, como siempre, la despedida que más me costó fue la de mis padres. A cambio de unas entradas para ver el Rey León, me llevaron a Madrid a coger el avión (creo que hice un trato justo) y pasamos allí el día antes de la salida. Hasta el último momento estuvieron a mi disposición porque me faltaban unas cosas por comprar y ellos sin protestar se volvieron a adaptar a mi ritmo y estuvieron todo el rato acompañándome en todo.

Ya en la cola para facturar empecé a llorar. La gente que me conoce sabe que lloro por cualquier cosa y las despedidas me gustan porque veo en ellas una muestra de cariño y afecto que a veces si no existieran no haríamos. Y la mayoría de las veces, una despedida implica otro encuentro. Desde el momento que sabes que te vas, empiezas a echar de menos a alguien y desde esa pena, disfrutas de los momentos con ellos de forma distinta, más consciente.

Mi madre me preguntó “¿pero esta vez por qué lloras? Ahora ya sabes dónde vas”. Y era cierto, los nervios a lo desconocido ya no estaban, pero volvía a dejar a las mismas personas al otro lado del control de seguridad. Y sí, me encanta llorar.

Recuerdo seguir llorando hasta que llegué a la puerta de embarque, tren lanzadera incluido, y no olvidaré llegar a mi puerta, encontrar un asiento libre, sentarme y al levantar la mirada cruzarme con la de un hombre africano que esperaba en la misma puerta que yo. “Hola”, me dijo con la mejor de sus sonrisas. Dejé de llorar. Volvía a estar en casa.

En Marruecos tuve casi cinco horas de escala que transcurrieron como diez minutos gracias a un senegalés que también tenía que esperar el mismo tiempo que yo, aunque a un destino distinto al mío. Qué fácil era con ellos. Qué bonito regreso.

Accra me recibió de madrugada, con el sol todavía durmiendo. Qué diferentes sensaciones a la primera vez. Aun siendo la misma bofetada de humedad que recibes nada más salir del avión (debes cruzar la pista andando, lo que lo hace más auténtico), la llegada a inmigración ni por asomo es la misma; sabes dónde coger el papel que hay que rellenar, sabes adónde ir y sabes qué contestar. Salí de las primeras y una policía de inmigración quiso saber qué traía en mi maleta, afortunadamente sólo en la que no llevaba los diez litros de aceite y las mil especias. Salí a la calle, como si hubiera hecho eso mil veces. Me di una ducha y a dormir. Bienvenida a casa.

Y sí, ya ha pasado un mes. Madre mía. El tiempo pasa volando. Ha sido un mes muy intenso, con mucho trabajo. Me alegré de haber llegado dos semanas antes de empezar el curso porque tuve varios cursos, seminarios, reuniones, poner en orden notas del semestre anterior y preparar programaciones para el siguiente.

Tengo asignaturas y alumnos nuevos y estoy muy contenta. Llevo la asignatura de orales para los de primer curso y verlos hablar gracias a tus actividades es un placer. Son ochenta alumnos nuevos más y me tendríais que ver aprendiendo todos los nombres, sin contar que ellas cada semana se cambian el pelo, lo que lo hace una tarea imposible.

Estoy aprendiendo twi, que es uno de los idiomas locales del país. He intentado apuntarme a los cursos de la Universidad pero ha sido misión imposible. Al final, he optado por sacar los libros de la biblioteca y alguno de una amiga y ponerme en casa. Nada mejor como la calle para preguntar por la pronunciación de palabras imposibles a primera vista.

Ya he empezado con el cambio de vestuario y he encargado unos vestidos y faldas de lo más africanas, dentro de nada ya sí que pareceré una más. Me ha venido a la cabeza que ayer cuando salía de la tienda donde he comprado las telas, en el mercado Makola que tanto me gusta, había música en toda la calle y unas cinco o seis mujeres entre 60 y 70 años cuando vieron que se me ocurrió mover el hombro un milímetro al compás de la música me agarraron y me invitaron a bailar con ellas. Toda la calle estuvo mirando mi actuación y hasta alguno se atrevió a decir que lo había hecho muy bien. No se puede pedir más.
                                                                                                         
Espero poder tener más tiempo para ir actualizando todo. Esta segunda etapa del viaje está siendo muy muy autóctona y se me olvida que aquí sigo siendo una turista. O no.

Prometo teneros informados de nuevo.

Os dejo aquí unas frases que he leído hace poco y que están relacionadas con la entrada de hoy:

“La familia es como el bosque. Si estás fuera de él, sólo ves su densidad. Si estás dentro, puedes ver que cada árbol tiene su propia posición.”

“En teoría, no se puede trasplantar un árbol de tronco grueso, ni una flor crecida. Se moriría. A no ser que caves un enorme agujero  y permitas que las raíces arrastren la mayor cantidad de tierra posible y las riegues continuamente. Además, las raíces de una persona no son objetos físicos que se agarran a la tierra como las de los árboles. Las raíces se llevan dentro. Son los tentáculos que se extienden a lo largo de nuestras terminaciones nerviosas y os mantienen enteros. Van contigo a donde tú vas, vivas donde vivas.”

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