Hola a tod@s,
Cuando empecé a escribir esta
entrada sólo habían pasado tres semanas desde mi llegada pero ahora ya vamos
por el mes después de mis vacaciones en España durante casi un mes. Me habría
gustado escribir hace mucho, pero no he tenido tiempo.
Qué fácil habría sido si ya
tuviéramos inventado algún invento que nos permitiera transcribir todas las emociones
y reflexiones que pasan por tu cabeza y tu corazón cuando vives algo único e
irrepetible como por ejemplo una despedida, un encuentro, una vuelta a la
rutina dentro de una novedad como puede ser un viaje o una experiencia en el
extranjero.
Mi casi mes en España fue muy
completo porque me dio tiempo a visitar a toda la familia y a disfrutar de mis
amigos, aunque no siempre todo el tiempo que a uno le gustaría.
Los primeros días fueron
intensos, con sorpresa de cumpleaños incluida, viaje a Huesca y Valladolid unos
días. Las semanas en Elche discurrieron a otro ritmo y pude ver a prácticamente
todo el mundo que me había propuesto. Disfruté de desayunos, almuerzos, comidas,
meriendas y cenas irrepetibles con amigos, bailes, danza, cine, tardes con la
mamma, siestas con mis gatos, comilonas de reyes en casa, playa y muchos más
momentos que aproveché al máximo.
Cuando llegué a Madrid desde Accra,
tengo que decir que llegué a coger el tren cuando faltaban sólo dos minutos
antes de que saliera. La carrera por una Atocha repletita de gente en los
andenes de los cercanías, cargada de una maleta de 22 kilos y otra de 10 a la
espalda, sin percatarse mi lengua de que estaba en España al no parar de decir
“sorry” cada vez que le daba a alguien con uno de mis bultos durante mi carrera
contrarreloj, va a ser algo que no voy a olvidar. Al igual que en Ghana, me
sobraba toda la ropa y si no llega a ser porque Madrid me recibió con una tarde
gris de invierno y no tenía tiempo ni de respirar, me habría quedado en
camiseta de manga corta.
Cuando llegué a Alicante, después
de unas horas en el tren con una mujercilla de Albacete que me entretuvo mucho
y me llenó la tripa de polvorones, me acerqué nerviosa a la puerta de salida.
Allí estaba mi madre, sacando la cabeza para poder ver si era yo la que se
acercaba o no, con una sonrisa de oreja a oreja y haciéndose hueco para salir a
estrujarme. “¿Por qué te vas tan lejos?” Fueron sus palabras mientras lloraba de
emoción y supongo que pena.
Cuando llegué a Elche hubo algo
que me empezó a inquietar; algo me estaba llamando la atención y no sabía qué
era. De repente caí en la cuenta… ¡qué limpio y ordenado me estaba pareciendo
todo! Nunca habría dicho que Elche era una ciudad limpia, ordenada, en
equilibrio, pero creedme…después de estar en África todo te parece otro mundo.
Me llamaron la atención los maceteros en las calles, las aceras con acceso a
los carros, los semáforos que funcionan, aunque al igual que en África, los
viandantes no respetan.
Mis vacaciones a España me
cargaron las pilas de besos, abrazos, mimos, gambas y langostinos y mi maleta,
que llegó repleta de regalos para todos lo que pude en este primer viaje, se
volvía hasta arriba de lentejas, aceite, pimentón de la vera y latas de
mejillones y berberechos.
Recuerdo un día que mi madre me
dijo: “tienes que volver ya a África porque sacas ya una cara de aburrida…” y
le expliqué que no era aburrimiento sino la sensación de no estar ni aquí ni
allí; la imagen de no sentirte en casa cuando estás en tu casa. Y no es porque
no haya sentido a la familia, a los amigos cerca, todo lo contrario, o extrañes
el colchón o el calor, sino porque creo que estaba en un punto en Ghana en el
que me sentía muy muy integrada y de repente (por muchas escalas que haga no me
acostumbro a cambiar de paisaje y de olores de la noche a la mañana) te
encuentras en tu casa, tu hogar, con tu gente y tus cosas. Elche se me antojó
como una maqueta, como si yo realmente no estuviera allí, como si fuera un
sueño.
Esa sensación fue cambiando
conforme iban pasando los días y a veces, cuando pensaba en África, me parecía
que había sido un sueño, algo que había vivido hacía muchísimo tiempo, e
incluso a veces me preguntaba si llegaría el día en el que pudiera pensar que
habría sido un sueño de verdad y nada de lo que he vivido habría pasado en
realidad.
No quería irme, días antes de
marcharme ya echaba de menos a todo el mundo, la comida, los abrazos, pero
sabía que tenía que irme, sabía que mi sitio estaba un poquito más abajo en el
globo. Las despedidas como siempre son dolorosas. Me costó mucho despedirme de
mis amigas en una cena que hicimos todas juntas, me costó mucho despedirme de
mi gata, que cuando me vio otra vez con la maleta a cuestas se escondió debajo
de una silla y no quiso salir a despedirme; me dolió mucho separarme de los
hijos de mis amigas, mis sobris, porque cuando los miras te das cuenta de que
el tiempo sí que pasa, y que no es como piensas que estás en otra realidad y la
realidad de tu mundo se detiene, se queda en pausa hasta que vuelves. Con ellos
ves el tiempo que estás fuera, y te duele, sí, te duele no vivirlo con ellos.
Sin embargo, como siempre, la
despedida que más me costó fue la de mis padres. A cambio de unas entradas para
ver el Rey León, me llevaron a Madrid a coger el avión (creo que hice un trato
justo) y pasamos allí el día antes de la salida. Hasta el último momento
estuvieron a mi disposición porque me faltaban unas cosas por comprar y ellos
sin protestar se volvieron a adaptar a mi ritmo y estuvieron todo el rato
acompañándome en todo.
Ya en la cola para facturar
empecé a llorar. La gente que me conoce sabe que lloro por cualquier cosa y las
despedidas me gustan porque veo en ellas una muestra de cariño y afecto que a
veces si no existieran no haríamos. Y la mayoría de las veces, una despedida
implica otro encuentro. Desde el momento que sabes que te vas, empiezas a echar
de menos a alguien y desde esa pena, disfrutas de los momentos con ellos de
forma distinta, más consciente.
Mi madre me preguntó “¿pero esta
vez por qué lloras? Ahora ya sabes dónde vas”. Y era cierto, los nervios a lo
desconocido ya no estaban, pero volvía a dejar a las mismas personas al otro
lado del control de seguridad. Y sí, me encanta llorar.
Recuerdo seguir llorando hasta
que llegué a la puerta de embarque, tren lanzadera incluido, y no olvidaré
llegar a mi puerta, encontrar un asiento libre, sentarme y al levantar la
mirada cruzarme con la de un hombre africano que esperaba en la misma puerta
que yo. “Hola”, me dijo con la mejor de sus sonrisas. Dejé de llorar. Volvía a
estar en casa.
En Marruecos tuve casi cinco
horas de escala que transcurrieron como diez minutos gracias a un senegalés que
también tenía que esperar el mismo tiempo que yo, aunque a un destino distinto
al mío. Qué fácil era con ellos. Qué bonito regreso.
Accra me recibió de madrugada,
con el sol todavía durmiendo. Qué diferentes sensaciones a la primera vez. Aun
siendo la misma bofetada de humedad que recibes nada más salir del avión (debes
cruzar la pista andando, lo que lo hace más auténtico), la llegada a
inmigración ni por asomo es la misma; sabes dónde coger el papel que hay que
rellenar, sabes adónde ir y sabes qué contestar. Salí de las primeras y una
policía de inmigración quiso saber qué traía en mi maleta, afortunadamente sólo
en la que no llevaba los diez litros de aceite y las mil especias. Salí a la
calle, como si hubiera hecho eso mil veces. Me di una ducha y a dormir.
Bienvenida a casa.
Y sí, ya ha pasado un mes. Madre
mía. El tiempo pasa volando. Ha sido un mes muy intenso, con mucho trabajo. Me
alegré de haber llegado dos semanas antes de empezar el curso porque tuve
varios cursos, seminarios, reuniones, poner en orden notas del semestre
anterior y preparar programaciones para el siguiente.
Tengo asignaturas y alumnos nuevos
y estoy muy contenta. Llevo la asignatura de orales para los de primer curso y
verlos hablar gracias a tus actividades es un placer. Son ochenta alumnos
nuevos más y me tendríais que ver aprendiendo todos los nombres, sin contar que
ellas cada semana se cambian el pelo, lo que lo hace una tarea imposible.
Estoy aprendiendo twi, que es uno
de los idiomas locales del país. He intentado apuntarme a los cursos de la Universidad
pero ha sido misión imposible. Al final, he optado por sacar los libros de la
biblioteca y alguno de una amiga y ponerme en casa. Nada mejor como la calle
para preguntar por la pronunciación de palabras imposibles a primera vista.
Ya he empezado con el cambio de
vestuario y he encargado unos vestidos y faldas de lo más africanas, dentro de
nada ya sí que pareceré una más. Me ha venido a la cabeza que ayer cuando salía
de la tienda donde he comprado las telas, en el mercado Makola que tanto me
gusta, había música en toda la calle y unas cinco o seis mujeres entre 60 y 70
años cuando vieron que se me ocurrió mover el hombro un milímetro al compás de
la música me agarraron y me invitaron a bailar con ellas. Toda la calle estuvo
mirando mi actuación y hasta alguno se atrevió a decir que lo había hecho muy
bien. No se puede pedir más.
Espero poder tener más tiempo
para ir actualizando todo. Esta segunda etapa del viaje está siendo muy muy
autóctona y se me olvida que aquí sigo siendo una turista. O no.
Prometo teneros informados de
nuevo.
Os dejo aquí unas frases que he
leído hace poco y que están relacionadas con la entrada de hoy:
“La familia es como el bosque. Si
estás fuera de él, sólo ves su densidad. Si estás dentro, puedes ver que cada árbol
tiene su propia posición.”
“En teoría, no se puede
trasplantar un árbol de tronco grueso, ni una flor crecida. Se moriría. A no
ser que caves un enorme agujero y
permitas que las raíces arrastren la mayor cantidad de tierra posible y las
riegues continuamente. Además, las raíces de una persona no son objetos físicos
que se agarran a la tierra como las de los árboles. Las raíces se llevan
dentro. Son los tentáculos que se extienden a lo largo de nuestras
terminaciones nerviosas y os mantienen enteros. Van contigo a donde tú vas,
vivas donde vivas.”
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