Para
llegar al barrio de Teshie y estar en la puerta del orfanato a las 8:00 de la
mañana, te tienes que levantar a las 4:30 para salir de casa a las 5:30 y coger
el primer trotro a las 6 como muy tarde.
Me
guié por las instrucciones que me dio el chico de la recepción de la residencia
para poder llegar bien. No sabía adónde iba pero lo tenía que intentar. Cogí el
primer trotro hasta la estación de trotos “37” y cruzando la avenida, me adentré
en un recinto al aire libre en el que después de sortear decenas de personas
vendiendo cualquier cosa, puestos de calle con frutas, zapatos, aparatos
electrónicos y música a un volumen no apto para las 6:30 de la mañana, me
descubrí pequeña en medio de cientos de trotros desordenados, esperando
llenarse para poder arrancar el día. Los encargados de llamar la atención de
los transeúntes gritan sin cesar el destino de su trotro y te miran
desesperados por intentar que entres en su trotro sin importarles adónde vas.
Preguntando
se llega a Roma. Mi segundo trotro se encontraba al fondo del recinto y tuve
suerte, porque sólo faltaban 4 o 5 asientos por llenar. El conductor no conocía
el sitio al que iba pero hubo un pasajero que aseguró que estaba en el sitio
correcto y que él sabía en qué parada necesitaba bajar. Le pregunté si él se
bajaba antes que yo y me aseguró que no. Entré y me tocó al fondo del todo. En
unos 15 minutos estábamos arrancando.
Nada
más empezar el viaje el chico de al lado, que viajaba con su madre, me guiñó el
ojo. Al poco tiempo, me di cuenta que el chico que me había asegurado saber
dónde me tenía que bajar ya no estaba, así que decidí preguntarle al chico de
al lado. Buscamos en el mapa y me dijo que iban a la misma zona, que bajarían
conmigo e iríamos en taxi. Como todo el mundo ha intentado advertirme que la
gente intenta aprovecharse de toda persona blanca que se cruza en su camino,
asumí con tranquilidad que seguramente tendría que pagar el taxi para llevarlos
a su casa y luego llegar yo al orfanato. Eran las 7 de la mañana y el chico
viajaba con su madre, no podía pasar nada malo.
Bajamos
del trotro y cogimos un taxi que resultó ser compartido. El primero que cogía
desde que llegué. Costaba 1,60 por pasajero y porque les convencí pero se
negaban a que se lo pagara. Llegué a tiempo y en unos minutos Laura apareció
para dar por empezada la aventura.
El
orfanato estaba a un paso del punto de encuentro. Ya se escuchan los gritos de
los pequeños a metros de distancia. Parece que lleven hora despiertos y
espabilados. A Laura la reciben con abrazos, brincos y apretones de brazo que
la obligan a detenerse y jugar al “milikituli”. Ni me acordaba de esas canciones
de la infancia. Se las ha enseñado y ponen todo su esfuerzo por demostrarte que
son buenos.
Los
niños que están en el orfanato tienen padres, pero son tan pobres que no pueden
hacerse cargo de ellos. Quizá la palabra “orfanato” no sería la correcta. No se
me ocurre otra palabra que describa tal situación de tristeza. Los niños mayores
cuidan de los más pequeños y a través de unos responsables que se encargan de
todos ellos, los niños saben qué tareas tienen que hacer en todo momento.
En
unos minutos ya se toman la confianza suficiente para empezar a treparte las
piernas e intentar retarte a cantar canciones imposibles. El autobús que
tendría que llegar para llevarnos al colegio donde estudian llega con bastante
retraso. El viaje en mini-autobús hasta el colegio se hace divertido porque
ninguno está sentado en su sitio y bailan y cantan sin parar las canciones que
Laura les pone en el móvil. Es de los pocos viajes que hago sin mirar el
paisaje. Todo lo que tenía que ver estaba al lado mío, dentro del autobús.
Llagamos
a un colegio muy humilde, con las clases ya empezadas. Los alumnos se aglutinan
en unas clases modestas, todas sin puerta. Me asignan a una de las niñas del
orfanato para que durante dos horas intenté ayudarla en algún estadio del
aprendizaje donde tiene problemas.
Los
recursos son muy pocos. La pizarra que uso es una tablilla de plástico de
tamaño A4 cansada de que le escriban encima, tanto que apenas se puede borrar
lo que escribes en ella. En el mismo habitáculo donde estamos las voluntarias
con los niños también hay unas niñas, aparentemente hermanas, de diferente edad
que permanecen sentadas todo el tiempo sin que nadie las entre en ninguna clase
o se encargue de ellas. Una niña con síndrome de Down también se sienta a
nuestro lado, intentando llamar la poca atención que aquí es digna de recibir.
Me
llama la atención la forma de dar clase. Los niños aprenden por repetición.
Laura me enseña la humilde biblioteca en el interior y descubro una cocina y
unos baños sin luz ni agua. Todo el mundo está en clase y en la hora de pausa
todos salen escopetados fuera de las clases e intentan correr de un sitio para
otro como si el patio fuera tan grande como un campo de fútbol.
Después
de dos horas me vuelvo a casa agotada, con una extraña sensación en el cuerpo y
en el alma.
Aquí
os dejo las fotos de mi primer día con el amor, disfrazado de niño.
El orfanato.
Hora de patio. Las casas que veis a la derecha son las clases.
La puerta de entrada.
Esta niña es del orfanato. Se llama Ruth. Tiene sólo dos años pero habla, se mueve y te mira como si tuviera 10. Los niños aquí no son niños. Los mayores se ocupan de los pequeños y ya ella se ocupa de una niña más pequeña que ella.
Los mayores ayudan a los pequeños en todo.
Vamos a jugar un ratito antes de cenar.
Cubos de agua recogida del pozo.
No puedo más...
Los mayores sacan agua de un pozo improvisado al lado del orfanato y la transportan sobre sus cabezas. Yo apenas pude llevar el mío con las manos.
Para comérselos.
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