jueves, 13 de octubre de 2016

UN DÍA ENTRE PEQUES


Para llegar al barrio de Teshie y estar en la puerta del orfanato a las 8:00 de la mañana, te tienes que levantar a las 4:30 para salir de casa a las 5:30 y coger el primer trotro a las 6 como muy tarde.

Me guié por las instrucciones que me dio el chico de la recepción de la residencia para poder llegar bien. No sabía adónde iba pero lo tenía que intentar. Cogí el primer trotro hasta la estación de trotos “37” y cruzando la avenida, me adentré en un recinto al aire libre en el que después de sortear decenas de personas vendiendo cualquier cosa, puestos de calle con frutas, zapatos, aparatos electrónicos y música a un volumen no apto para las 6:30 de la mañana, me descubrí pequeña en medio de cientos de trotros desordenados, esperando llenarse para poder arrancar el día. Los encargados de llamar la atención de los transeúntes gritan sin cesar el destino de su trotro y te miran desesperados por intentar que entres en su trotro sin importarles adónde vas.

Preguntando se llega a Roma. Mi segundo trotro se encontraba al fondo del recinto y tuve suerte, porque sólo faltaban 4 o 5 asientos por llenar. El conductor no conocía el sitio al que iba pero hubo un pasajero que aseguró que estaba en el sitio correcto y que él sabía en qué parada necesitaba bajar. Le pregunté si él se bajaba antes que yo y me aseguró que no. Entré y me tocó al fondo del todo. En unos 15 minutos estábamos arrancando.

Nada más empezar el viaje el chico de al lado, que viajaba con su madre, me guiñó el ojo. Al poco tiempo, me di cuenta que el chico que me había asegurado saber dónde me tenía que bajar ya no estaba, así que decidí preguntarle al chico de al lado. Buscamos en el mapa y me dijo que iban a la misma zona, que bajarían conmigo e iríamos en taxi. Como todo el mundo ha intentado advertirme que la gente intenta aprovecharse de toda persona blanca que se cruza en su camino, asumí con tranquilidad que seguramente tendría que pagar el taxi para llevarlos a su casa y luego llegar yo al orfanato. Eran las 7 de la mañana y el chico viajaba con su madre, no podía pasar nada malo.

Bajamos del trotro y cogimos un taxi que resultó ser compartido. El primero que cogía desde que llegué. Costaba 1,60 por pasajero y porque les convencí pero se negaban a que se lo pagara. Llegué a tiempo y en unos minutos Laura apareció para dar por empezada la aventura.

El orfanato estaba a un paso del punto de encuentro. Ya se escuchan los gritos de los pequeños a metros de distancia. Parece que lleven hora despiertos y espabilados. A Laura la reciben con abrazos, brincos y apretones de brazo que la obligan a detenerse y jugar al “milikituli”. Ni me acordaba de esas canciones de la infancia. Se las ha enseñado y ponen todo su esfuerzo por demostrarte que son buenos.

Los niños que están en el orfanato tienen padres, pero son tan pobres que no pueden hacerse cargo de ellos. Quizá la palabra “orfanato” no sería la correcta. No se me ocurre otra palabra que describa tal situación de tristeza. Los niños mayores cuidan de los más pequeños y a través de unos responsables que se encargan de todos ellos, los niños saben qué tareas tienen que hacer en todo momento.

En unos minutos ya se toman la confianza suficiente para empezar a treparte las piernas e intentar retarte a cantar canciones imposibles. El autobús que tendría que llegar para llevarnos al colegio donde estudian llega con bastante retraso. El viaje en mini-autobús hasta el colegio se hace divertido porque ninguno está sentado en su sitio y bailan y cantan sin parar las canciones que Laura les pone en el móvil. Es de los pocos viajes que hago sin mirar el paisaje. Todo lo que tenía que ver estaba al lado mío, dentro del autobús.

Llagamos a un colegio muy humilde, con las clases ya empezadas. Los alumnos se aglutinan en unas clases modestas, todas sin puerta. Me asignan a una de las niñas del orfanato para que durante dos horas intenté ayudarla en algún estadio del aprendizaje donde tiene problemas.

Los recursos son muy pocos. La pizarra que uso es una tablilla de plástico de tamaño A4 cansada de que le escriban encima, tanto que apenas se puede borrar lo que escribes en ella. En el mismo habitáculo donde estamos las voluntarias con los niños también hay unas niñas, aparentemente hermanas, de diferente edad que permanecen sentadas todo el tiempo sin que nadie las entre en ninguna clase o se encargue de ellas. Una niña con síndrome de Down también se sienta a nuestro lado, intentando llamar la poca atención que aquí es digna de recibir.

Me llama la atención la forma de dar clase. Los niños aprenden por repetición. Laura me enseña la humilde biblioteca en el interior y descubro una cocina y unos baños sin luz ni agua. Todo el mundo está en clase y en la hora de pausa todos salen escopetados fuera de las clases e intentan correr de un sitio para otro como si el patio fuera tan grande como un campo de fútbol.

Después de dos horas me vuelvo a casa agotada, con una extraña sensación en el cuerpo y en el alma.

Aquí os dejo las fotos de mi primer día con el amor, disfrazado de niño.



El orfanato.



Hora de patio. Las casas que veis a la derecha son las clases.




La puerta de entrada.




Esta niña es del orfanato. Se llama Ruth. Tiene sólo dos años pero habla, se mueve y te mira como si tuviera 10. Los niños aquí no son niños. Los mayores se ocupan de los pequeños y ya ella se ocupa de una niña más pequeña que ella.



Los mayores ayudan a los pequeños en todo.


Vamos a jugar un ratito antes de cenar. 


Cubos de agua recogida del pozo. 



No puedo más...


Los mayores sacan agua de un pozo improvisado al lado del orfanato y la transportan sobre sus cabezas. Yo apenas pude llevar el mío con las manos.



Para comérselos.



No hay comentarios: