El día de
cumpleaños para mí siempre es un día muy especial; suelo organizar una gran
fiesta, invito a muchas personas y me encanta recibir llamadas y abrazos
felicitándome el día.
Sin embargo esta
vez me acordé sólo días antes de que se acercaba mi día. La mente prioriza y se
ocupa, o al menos lo intenta, de las cosas más importantes. Apenas recién
aterrizada, mi mente tenía otras muchas tareas pendientes de las que
encargarse.
El regalazo que
me hizo llorar durante horas llegó a las 00:00 de parte de mis amigos en España:
una felicitación en forma de videclip con la canción del verano y letra sobre mí.
Llegó mi madre también puntual que, aunque ella odia felicitar el día de antes
a las 00:00, sabe que a mí me encanta y no se lo pensó dos veces. Mi
descubrimiento de este verano cantada y tocada a guitarra; un vídeo de mi
sobrina Claudia cantando cumpleaños feliz, mi amiga Carmen con su gran voz y
palabras, mi sis en una llamada con baile incluido y todas las felicitaciones
por wassap y fb. No podía pedir nada más. La distancia se acortó durante unas
horas y os sentí a todos muy cerca.
La mañana la
pasé en casa hablando con mis abuelas y familiares y a la tarde quedé con Yuri
para ir a la playa. Me había nombrado una zona en la playa donde había bares,
música y djs. Salimos bastante tarde y el taxista no sabía dónde estaba el
sitio, por lo que necesitó unas diez veces para preguntarle a la gente que
pasaba por la calle, para al final acabar dejando subir a una pareja que sabía
dónde estaba el sitio. Cuando los dejó en el sitio, esta pareja se enfadó con
el taxista por no darles algo de dinero por haber ayudado. Aquí no hay ayuda
gratis.
No me puedo
olvidar del toque de atención que le hice al taxista cuando, como por arte de
magia, se le ocurre parar en la cuneta de una carretera parecida a una autovía
sin avisar a los coches de detrás. El camión que venía detrás nos pitó tanto
que el susto me duró un tiempo. Al hospital el día de mi cumpleaños no hombre.
Me explicó que iba a parar bien pero vio un agujero en el suelo y tuvo que
salirse rápido. Aquí todo queda justificado.
El sitio, sin
apenas luz, se quedó a oscuras en cuestión de minutos. Me dio tiempo a hacer un
par de fotos. El sol, como si le hubieran dado a un interruptor de “on/off”
desapareció sin avisar. Nos sentamos en una mesa, con una música ensordecedora
y me quise tomar una copa de vino para celebrar pero Yuri pidió agua y a mí
sólo me podía vender la botella entera… pedí un zumo para compensar la mesa y
me trajeron todo el tretrabrick.
Paseamos por el
paseo que iba de un extremo a otro, ya sin luz, y con el bolso agarrado de una
mano y el tretrabrick en la otra, estuve sorteando cientos de personas. Era de
nuevo la única blanca del lugar. La gente paseaba como si tuviera un destino
fijo pero descubrí que sólo andan, mientras escuchan las músicas de los garitos
sin paredes ni infraestructuras y bailan, bailan mucho, mientras andan,
mientras corren, mientras esperan.
Pasaron niños
con la cara pintada como si fueran de una tribu, adolescentes cantando la
canción del momento, familias con bebés, mujeres, hombres, gente joven. Como si
se movieran por una atracción desenfrenada, andaban ligeros al son de la
música.
Quisimos
atravesar uno de los bares, todos al aire libre, y parecía que íbamos en contra
de la corriente. Como si estuviera ahogándome en el mar, una ola en forma de
mano me cogió y me atrajo hacia ella para que bailara, pero vino otra ola y
cogiéndome la otra mano me llevó al otro lado de la gente para que también bailara
con ella. Sólo querían divertirse, era la única chica blanca en toda la costa
de la playa pero yo salí como pude de ese torbellino de gente con ganas de
ruido.
Estuvimos
esperando mucho tiempo para poder coger un troto pero la gente se agolpaba en
las paradas e incluso llegaba a empujarse y pegarse por subir. Cogimos un taxi
al final, mucho más seguro del camino de vuelta que el primero.
Fue un día
tranquilo pero muy muy africano.
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