viernes, 31 de marzo de 2017

ACEPTACIÓN E INCOMPRENSIÓN A TRAVÉS DEL SILENCIO

Hace unas semanas, una compañera de trabajo me enseñó una panadería que quedaba justo detrás de mi casa, dentro de una casa privada detrás de la escuela y justo al lado de la parada donde cojo el trotro para salir de la Universidad.

Fue todo un descubrimiento, porque los que me conocen saben que me encantan las tiendas pequeñas, comprar en la calle, sentirme que estoy en un pueblo y huir de los grandes supermercados y superficies.

Compré pan un par de veces, pero notaba la mantequilla o el azúcar en él y dejé de ir. No sabía que se puede hacer pan con azúcar y con sabor a vainilla y comértelo con el más picante de los picantes. Recomendé el sitio a mi amigo ruso y él a su a vez a su coordinadora y a otro profesor. Ellos están encantados y yo con ellos por incentivar el negocio local.

Esta semana unos alumnos trajeron de esta panadería lo más parecido a croquetas que he probado aquí en forma de bolas rellenas de pescado. Me gustaron tanto que hoy he ido a preguntar por ellas.
He abierto la mosquitera que separa el jardín de la pequeña tienda llena de recipientes enormes donde hacen la masa y moldes para hacer los panes como si de bizcochos se trataran y me han recibido una mujer sentada en una silla, hermosa y pintada como si fuera a una boda, y la que he reconocido como la panadera, detrás de una mesa limpiando el sitio donde había estado haciendo el pan.

Han tardado en saludarme y preguntar qué quería. La panadera me ha pedido perdón, “justo acaba de picar un escorpión a mi hija en el brazo”. Pregunto si está bien, si la van a llevar al hospital. Empiezan a hacer llamadas, me avisan de que me espere y empiezan a hablar en su idioma. La panadera entra y sale. La otra mujer me pregunta mientras por mi talla de zapatos y retira sin éxito unas sandalias que me quería vender. Vuelven las llamadas y las entradas y salidas. La mujer que está sentada empieza a sacarme ropa y me dice que tiene unos vestidos muy bonitos para mí.

Consigo explicarle a la panadera que vengo a por unas bolas de pescado que unos alumnos trajeron el miércoles  y que me encantaron tanto que he querido comprar para mí. Pregunto por la hija, si está bien. Dice que no sabe. Que le duele todo el brazo hasta el hombro. Yo me empiezo a preocupar. No sé qué puedo hacer, pero a mí los escorpiones me han enseñado que son peligrosos y que corres grave peligro si te pican.

La mujer que está sentada me hace probarme los vestidos. Gracias a la mosquitera, ya marrón por el polvo de la calle, evita que nadie me vea y mientras me voy probando, la panadera sale y entra y opina sobre uno y otro. En uno de esos viajes sale su hija y se sienta en la escalera que hay al fondo. Le pregunto si está bien y veo que está sollozando y con la cabeza agachada.

La mujer que está sentada insiste en los vestidos. Le pregunto cuánto valen y me dice un precio desorbitado. Le digo que no y vuelvo a mirar a la niña. No entiendo por qué no hacen caso a la niña. La mujer empieza a llamarme por mi nombre africano  (Adwoa, por haber nacido un lunes) y a explicarme que si quiero un nombre africano de verdad me debo llamar “Asentewee” /asantigua/, una guerrera de la región de Asante.

La mujer se levanta y entra a la sala, donde está la panadera y hace entrar con ella a la niña. Vienen más clientes y se empiezan a cansar de esperar. Explico lo sucedido y no parecen calmarse demasiado. Se oye como hablan con la niña durante unos minutos. Vuelve a entrar la mujer y le pregunto si todo está bien. “No ha sido un escorpión. Ahora dice que ha sido otra cosa”. “¿Qué otra cosa?”. “Dice que ha sido otra cosa. Ha sido un ataque espiritual”. Creo que he oído bien, pero no me atrevo a preguntar qué es eso. Los clientes asienten con la cabeza y le van pidiendo a la mujer lo que habían venido a buscar a la tienda. Yo no sé si irme y volver mañana o quedarme a que me expliquen qué es el ataque espiritual que todos han parecido entender a la primera y han sido capaces de seguir con sus vidas como si les acabaran de decir que no le ha picado un escorpión sino un mosquito sin importancia.

La mujer no acepta el precio que le digo por los vestidos que me ha hecho probar y que me han gustado. Me llama Adwoa Asantewee y me pregunta por mi edad. La panadera sale un par de veces más y le digo que vuelvo mañana, pero insiste en que va a sacarme las croquetas.


A los diez minutos sale con ellas. El pan que suelo comprar se ha terminado. Le digo que volveré mañana a por él. Cierro la puerta y me voy andando a casa mientras todo alrededor sigue su curso. Los árboles enormes de alrededor quieren agitar sus ramas sin éxito. El sol se rebela entre las nubes que trajeron un poco de agua ayer y yo, de camino a casa, voy pensando qué será un ataque espiritual que duele tanto como una picadura de escorpión.

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