Hace unas semanas, una compañera
de trabajo me enseñó una panadería que quedaba justo detrás de mi casa, dentro
de una casa privada detrás de la escuela y justo al lado de la parada donde
cojo el trotro para salir de la Universidad.
Fue todo un descubrimiento,
porque los que me conocen saben que me encantan las tiendas pequeñas, comprar
en la calle, sentirme que estoy en un pueblo y huir de los grandes
supermercados y superficies.
Compré pan un par de veces, pero
notaba la mantequilla o el azúcar en él y dejé de ir. No sabía que se puede hacer
pan con azúcar y con sabor a vainilla y comértelo con el más picante de los
picantes. Recomendé el sitio a mi amigo ruso y él a su a vez a su coordinadora
y a otro profesor. Ellos están encantados y yo con ellos por incentivar el
negocio local.
Esta semana unos alumnos trajeron
de esta panadería lo más parecido a croquetas que he probado aquí en forma de
bolas rellenas de pescado. Me gustaron tanto que hoy he ido a preguntar por
ellas.
He abierto la mosquitera que
separa el jardín de la pequeña tienda llena de recipientes enormes donde hacen
la masa y moldes para hacer los panes como si de bizcochos se trataran y me han
recibido una mujer sentada en una silla, hermosa y pintada como si fuera a una
boda, y la que he reconocido como la panadera, detrás de una mesa limpiando el
sitio donde había estado haciendo el pan.
Han tardado en saludarme y
preguntar qué quería. La panadera me ha pedido perdón, “justo acaba de picar un
escorpión a mi hija en el brazo”. Pregunto si está bien, si la van a llevar al
hospital. Empiezan a hacer llamadas, me avisan de que me espere y empiezan a
hablar en su idioma. La panadera entra y sale. La otra mujer me pregunta
mientras por mi talla de zapatos y retira sin éxito unas sandalias que me
quería vender. Vuelven las llamadas y las entradas y salidas. La mujer que está
sentada empieza a sacarme ropa y me dice que tiene unos vestidos muy bonitos
para mí.
Consigo explicarle a la panadera
que vengo a por unas bolas de pescado que unos alumnos trajeron el miércoles y que me encantaron tanto que he querido
comprar para mí. Pregunto por la hija, si está bien. Dice que no sabe. Que le
duele todo el brazo hasta el hombro. Yo me empiezo a preocupar. No sé qué puedo
hacer, pero a mí los escorpiones me han enseñado que son peligrosos y que
corres grave peligro si te pican.
La mujer que está sentada me hace
probarme los vestidos. Gracias a la mosquitera, ya marrón por el polvo de la
calle, evita que nadie me vea y mientras me voy probando, la panadera sale y
entra y opina sobre uno y otro. En uno de esos viajes sale su hija y se sienta
en la escalera que hay al fondo. Le pregunto si está bien y veo que está
sollozando y con la cabeza agachada.
La mujer que está sentada insiste
en los vestidos. Le pregunto cuánto valen y me dice un precio desorbitado. Le
digo que no y vuelvo a mirar a la niña. No entiendo por qué no hacen caso a la
niña. La mujer empieza a llamarme por mi nombre africano (Adwoa, por haber nacido un lunes) y a
explicarme que si quiero un nombre africano de verdad me debo llamar “Asentewee”
/asantigua/, una guerrera de la región de Asante.
La mujer se levanta y entra a la
sala, donde está la panadera y hace entrar con ella a la niña. Vienen más
clientes y se empiezan a cansar de esperar. Explico lo sucedido y no parecen
calmarse demasiado. Se oye como hablan con la niña durante unos minutos. Vuelve
a entrar la mujer y le pregunto si todo está bien. “No ha sido un escorpión.
Ahora dice que ha sido otra cosa”. “¿Qué otra cosa?”. “Dice que ha sido otra
cosa. Ha sido un ataque espiritual”. Creo que he oído bien, pero no me atrevo a
preguntar qué es eso. Los clientes asienten con la cabeza y le van pidiendo a
la mujer lo que habían venido a buscar a la tienda. Yo no sé si irme y volver
mañana o quedarme a que me expliquen qué es el ataque espiritual que todos han
parecido entender a la primera y han sido capaces de seguir con sus vidas como
si les acabaran de decir que no le ha picado un escorpión sino un mosquito sin
importancia.
La mujer no acepta el precio que
le digo por los vestidos que me ha hecho probar y que me han gustado. Me llama
Adwoa Asantewee y me pregunta por mi edad. La panadera sale un par de veces más
y le digo que vuelvo mañana, pero insiste en que va a sacarme las croquetas.
A los diez minutos sale con
ellas. El pan que suelo comprar se ha terminado. Le digo que volveré mañana a
por él. Cierro la puerta y me voy andando a casa mientras todo alrededor sigue
su curso. Los árboles enormes de alrededor quieren agitar sus ramas sin éxito.
El sol se rebela entre las nubes que trajeron un poco de agua ayer y yo, de
camino a casa, voy pensando qué será un ataque espiritual que duele tanto como
una picadura de escorpión.
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